9 de mayo de 2015

Algo más que una vida


Por lo que recuerdo, todo comenzó hace ya algunos años, aún la televisión estaba en blanco y negro. Era la primera vez que algo dentro de mí me cogió de la mano y me ayudó a adentrarme en ese mundo de letras y signos donde sólo yo sabía como orientarme. Como cada tarde, me senté en esa cafetería , donde escribía  y observaba con detenimiento la inmensa Gran Vía de Madrid. Por un instante, todo se paró, en mi cabeza sólo se escuchaba el sonido de sus tacones negros golpeando con dulzura los adoquines de aquella calle. No había visto antes una mujer como ella. Aún no la conocía pero sentí una atracción, que sólo un par de imanes podrían entender. Allí estaba ella con su vestido de flores en plena primavera. No necesitaba pintalabios, ni maquillaje, era tan sencilla y preciosa. Y la miré, y con esa mirada que hechizaba, me sonrió. La niña quería conocer al escritor, y así fue.

Todo pasó muy rápido, en poco tiempo nos casamos y fuimos a vivir a esa casa de madera a las afueras que tanto le gustaba, creo que el lago que se reflejaba en los cristales de esa hermosa casa le cautivó. Mientras ella disfrutaba de lo que le escribía sentada en el banco junto al lago, me dediqué a plantar flores alrededor de la casa, le gustaban tanto... Cuando llegaron nuestros dos hijos fue uno de los momentos más especiales que pasé junto a ella. El tiempo corre y mis hijos crecieron, y como pájaros que abandonan su nido, comenzaron a volar y crear sus vidas.

¿Por qué te quedas callado?¿No recuerdas nada más?, le preguntó su esposa mientras le cogía de la mano. Ella era esa joven muchacha que el tiempo le había pasado factura. Ambos ya sumaban algo más que un siglo. No recuerdo nada más, respondió su marido con voz triste y cansada por los años. Hacía unos meses que el anciano escritor sufría deterioro cognitivo, tenía alzheimer. No olvidó la letra de los tangos y de los boleros que le cantaba a los rosales que plantó para ella. Pero si olvidó el nombre de la gente que le rodeaba, su domicilio, su corazón, lo que era el amor. ¿No recuerdas quien soy, cariño?, insistió la mujer. El que era su marido la miró como intentado reconocer aquellos ojos verdes mojados por tanta tristeza. No, lo siento, no se quien es usted, respondió.

El anciano escritor se marchó. Como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, una vida bien usada causa una dulce muerte. Varios días después de su perdida, la triste viuda recogía esos papeles donde escribía toda esas bellas cosas aquel anciano escritor. Junto a ellos un folio doblado por la mitad, que con una tinta de pluma apunto de gastarse; se leía: "Para ella". Tras cesar aquella cascada de lágrimas que recorría su piel arrugada, la mujer abrió el papel con los dedos mojados de secarse las lágrimas, y en él, una frase que decía: "Recuerda tú que puedes".

Rafael Rodríguez




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