Como cada mañana, caminaba con mi bastón y el periódico del día bajo el
brazo, acompañado de hermosas flores que sobresalían en los jardines
del Paseo de la Victoria. El sol y la lluvia las hacía brillar como si de cristal
fueran. Para un jubilado como yo este paseo es lo que me da vida y, sin
duda, me ayuda a encontrar algo que plasmar en mis dibujos.
Me senté en esa cafetería de esquina que tanto me gusta, aquella donde
puedes dejar tus sentimientos plasmados bajo el cristal de la mesa mientras te
tomas una dulce taza de café y ver por los ventanales a la gente pasar con
prisas, como si la vida se les fuera a acabar de un momento a otro.
Allí estaban esos dos jóvenes. Se hacían reír el uno al otro entre café y
roces, sentados en las mesas del exterior, sin importar que las gotas de agua
les calasen. Él la miraba como si fuera la última vez y ella le provocaba la sonrisa,
esa que corroboraba que estaban en el momento más feliz del día.
Me llevé un buen rato observándoles y con facilidad pudieron transmitirme
una bella nostalgia de aquellos momentos que pasaba viendo sonreír a mi
esposa mientras con un lápiz de grafito fino la dibujaba en las hojas arrugadas
de mi cuaderno.
Le di el último sorbo al café, ya enfriado por la fría brisa que entraba por la
puerta cuando algún cliente la abría, y coloqué bajo el cristal aquel
dibujo,manchado de alguna gota de café , que llevaba pintando mientras
miraba a esos dos jóvenes.
Tras pedir la cuenta, le pedí a la simpática camarera que la mesa de los chicos de afuera
quedaba invitada por mí y que , al comunicárselo, les dijera : "Vivir sonriendo es el verdadero
secreto de la vida, aprovechad cada segundo para hacer lo que queráis de corazón".
Coloqué el bastón en mi mano derecha, abrí la puerta de la cafetería con un suave
empujón y continué mi camino hasta casa.
"A una pareja en Córdoba" decía al pie de aquel dibujo.
Rafael Rodríguez Hernández
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